Joaquín Triandafilide
Adaptado de material presentado por el Dr. Sergio Mora en el Diplomado de Neurociencia Educativa con Mención en Investigación Acción.
Todas las personas son
diferentes, no solo en sus características físicas (fenotipo) sino que también
en su carácter, en su vulnerabilidad al estrés, niveles de inteligencia,
capacidades cognitivas, etc. Hay niños que aprenden con mayor facilidad que los
demás y otros que tienen serias dificultades para hacerlo o directamente
padecen trastornos del aprendizaje.
Los responsables de estas
diferencias son los factores hereditarios (genéticos), los factores ambientales
(epigenéticos) o la interacción entre ambos. En ciertos casos, como pasa con
algunas características físicas (color de piel, ojos o cabello, estatura) o
grupos sanguíneos, la genética puede ser absolutamente determinante, lo que
significa que lo que dicen los genes es siempre lo que termina pasando.
Sin embargo, en lo que
respecta a las funciones cerebrales, entre ellas la capacidad de aprendizaje,
no es así. Efectivamente, en estos casos la genética solo establece
probabilidades o predisposiciones para que se evidencie una determinada
función, pero si el gen correspondiente no se activa, esa función no se va a
expresar completamente. El encargado de activar o inactivar, encender o apagar,
un gen, es el medio ambiente, a través de mecanismos llamados “epigenéticos”.
Cuando hablamos de medio
ambiente o entorno, nos referimos a todos los estímulos que vienen del
exterior: la dieta, el ejercicio o movimiento en general, el estrés, el cuidado
materno, la educación, la contaminación ambiental, los fármacos, las drogas, el
alcohol y el tabaco, las relaciones interpersonales, la actitud frente a la
vida, entre otros. Por ejemplo, hay niños que nacen con una predisposición
genética a tener una gran inteligencia; pero, si el ambiente familiar no es
propicio o la educación es de mala calidad, esa predisposición no se va a
expresar y el desarrollo de su inteligencia podría ser mediocre.
Precisamente, los
educadores tienen en sus manos la posibilidad de que sus estudiantes puedan
desarrollar al máximo sus habilidades cognitivas, en colaboración con la familia.
Un rol crucial juega el nivel socioeconómico y cultural de la familia donde un
niño tenga la suerte, buena o mala, de nacer y ser criado.
Son muchas y muy variadas
las estrategias a las cuales podemos echar mano, como educadores o padres de
familia, para potenciar las capacidades cognitivas de nuestros estudiantes o
hijos, incluyendo las propias. Muchas de ellas constituyen, en realidad,
hábitos de vida saludables como una nutrición sana, la práctica habitual del
ejercicio físico, el respeto a las horas de sueño, junto con evitar los malos
hábitos, como el sedentarismo, el consumo de alcohol, tabaco y drogas, el mal
manejo de las emociones y el estrés excesivo, las tareas aburridas o rutinarias,
la privación de sueño, entre otras.
Todos estos aspectos,
fuera de los netamente cognitivos, deberían tomarse en cuenta para conseguir
una educación de calidad.
Los conocimientos
derivados de las neurociencias, la genética y la epigenética, deberían ser
utilizados por los educadores para comprender los orígenes biológicos de las
diferencias en las capacidades de aprendizaje de sus estudiantes, lo cual
posibilitaría la adopción de estrategias educativas que permitan desarrollar al
máximo sus potencialidades, respetando las realidades genéticas de cada uno de
ellos. Se requiere, sin duda, un trabajo integrado con las respectivas
familias.